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febrero 2021

La pandemia nos ha golpeado a todas y todos: de manera global, nuestros cerebros vienen librando una batalla que deja saldos en diversas latitudes: saldos humanos, saldos sociales, saldos económicos, saldos educativos y, también, saldos neuronales. Nuestra capacidad de respuesta y afrontamiento, representada por esta fuerza epigenética a la que llamamos «resiliencia», continúa variablemente firme en el skjaldborg o muro de escudos que ha levantado para que tanto los estímulos externos como los internos no generen víctimas que lamentar. Pero, ¿a qué me refiero con víctimas y saldos? ¿Al gran número de personas que ha perecido y que ha sufrido en carne propia la enfermedad? ¿A sus familiares y amigos? ¿A quienes continúan con secuelas? ¿A las miles o, quizás, millones de personas que no pueden trabajar? ¿A las niñas, niños y adolescentes que han perdido el frágil y efímero acceso a la educación? ¿A las familias que han visto recrudecer viejos fantasmas psicopatológicos en su núcleo? ¿A las personas que están afrontando con diligencia y, a veces, con endeblez —es completamente válido— síntomas psiquiátricos?   ¿O a nuestro trastocamiento vincular, a esa «rara» forma de conectarnos que hemos tenido que implementar? En realidad, a todo ello.