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abril 2021

Por siglos, se ha defendido a ultranza la creencia extendida de que las personas toman decisiones de forma racional. Esta idea, convertida en cuasi principio, se hizo transversal y ocupó el trabajo intelectual de distintas esferas, como la economía y la política, campos que veían al ser humano como la máxima expresión del pensamiento analítico y volitivo. De hecho, si hurgamos un poco en el siglo XIX, vamos a encontrar el famoso concepto de homo œconomicus, que hace referencia a que la mujer y el hombre son capaces de actuar de manera racional frente a la información de carácter económico. Desde este punto de vista, las personas toman decisiones para maximizar siempre la utilidad, por lo que toda compra o inversión logrará una especie de «ganancia» o efecto positivo gracias a la confluencia de los procesos cognitivos que hacen posible la reflexión. Sin embargo, bien sabemos que esto no siempre es así, porque existen sesgos que reducen nuestra capacidad para evaluar las situaciones con total objetividad (por ejemplo, las rebajas por tiempo limitado apelan a nuestra aversión a la pérdida; en este caso, a la pérdida de oportunidades).