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¿Qué nos dice la neurociencia sobre los deseos de cambio de Año Nuevo?

Llegó el nuevo año, hito regido por una convención a partir de la translación de la Tierra, y los deseos de cambio no se hicieron esperar. En las redes sociales, en las conversaciones virtuales entre amigas y amigos, y en los soliloquios que las personas practicamos, el interés por transformarnos y mejorar aquellas debilidades que nos han aquejado o impedido algunos logros, en el pasado 2020, ha sido patente. Y esto sucede año tras año. No por nada un buen número de tarjetas de saludo por Año Nuevo o de rituales se circunscriben a este fenómeno que se relaciona con la renovación. Pero, ¿realmente genera cambios el solo hecho de desear? Como personas que conocemos de neurociencia y que sabemos lo complejo que resulta el funcionamiento del cerebro, algo nos hace sospechar. 

No es propiamente que seamos descreídos, más bien un escepticismo científico nos lleva a pensar que del deseo de cambio al cambio real podría haber muchos factores de por medio e, incluso, variables extrañas —una variable extraña, podría ser, como en los experimentos, algo que no hemos considerado, pero que incide en los resultados— que se entrometan e impidan el desenlace deseado. Estos factores, sin ir más allá y entrar en el terreno del entorno, se podrían encontrar, por ejemplo, ¡en la misma articulación y actividad cerebral! 

 

 

La neurociencia de los deseos de cambio de Año Nuevo

El cerebro es un órgano complejísimo que depende de la interacción de muchas estructuras, si hablamos a nivel macroscópico; y de diversas reacciones químicas, si vemos el nivel microscópico. De eso, no cabe duda. Pero, para explicar algunas vicisitudes de la vida humana y de la cotidianeidad, muchas veces la neurociencia recurre a la selección de las estructuras más importantes que intervienen. Si nos guiamos por este modelo, podemos acordar que, cuando se trata de deseos de cambio y metas, estamos hablando de funciones ejecutivas, es decir, de la corteza prefrontal —en el caso específico en el que el deseo de mejora haya partido de un análisis y no de una reacción emocional, pues, si ese fuese el asunto, estaríamos hablando de la participación del sistema límbico que nos hace buscar recompensar y evitar castigos—. Aunque no nos vamos a detener en este artículo a nombrarlas todas, es relevante saber que cuando nosotros nos trazamos un objetivo, bien lo hayamos consignado mediante una fórmula lingüística o a través de una representación gráfica (por ejemplo, una imagen), interviene nuestra capacidad para planificar, pero, sobre todo, nuestra habilidad de alto nivel para regularnos e inhibir aquellas respuestas automáticas, que denominamos «control inhibitorio». 

Aquí reside el secreto. Justo es esta capacidad, localizada en la corteza prefrontal, estructura que envía señales top-down hacia el sistema límbico para regular su activación, la que nos va a permitir mantener nuestra meta inicial durante el plazo trazado y concretarla. Durante este periodo, como en la vida misma, el sistema límbico —no es nuestro enemigo; es solo un conjunto de estructuras y núcleos cerebrales que ha evolucionado para defendernos de los ataques externos a través, por ejemplo, de la estrategia fight or flight— va a enviar señales bottom-up hacia la corteza con mucha fuerza, pues tiene un número importante de proyecciones (esto es lo que posibilita que podamos responder de forma inmediata ante algún peligro). Muchas de estas señales, si es que nuestro control inhibitorio y, con ello, nuestra autorregulación, no están suficientemente desarrolladas, pueden dificultar o impedir que logremos nuestros objetivos. 

¿Cuántas veces hemos iniciado el año con un conjunto de metas que no se han cristalizado? Podría ser, como lo hemos revisado en este artículo, por la mediación constante entre la corteza prefrontal y el sistema límbico, dos estructuras que son fundamentales para nuestra supervivencia.

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